¿Sabes de esas veces en que te dices hoy es el día ideal para dejar de fumar? Pues esta no lo fue. Y eso que se daban todas las circunstancias para intentarlo. Casa nueva, vida nueva en un chalecito adosado en Pasaje del Saceral nº 2, con un minúsculo jardín en la parte delantera y otro un poco mayor en la parte de atrás; y lo más importante: una alergia de caballo que me impedía respirar en esta época del año y que convertía cada cigarro en una inyección letal. Allí, Hommer, mi fiel Border Terrier, descubría los placeres de la vida fuera de un piso. ¿Que cómo es un Border Terrier? Digamos que para alguien que no entienda mucho de perros es lo más parecido a un chucho. Pelaje duro, tamaño mediano a pequeño y cara de presidiario.
Para mayor interés:
1. “Puffy” en “Algo pasa con Mary“
2. “Toots”, el co-protagonista en “Lassie”.
3. En el regazo del Viejo Monty en “La matanza de Texas”
4. “Toto” en la película de 1985 “El mago de Oz, un mundo fantástico”
Pero, para no salirme del tema, volveré a esa aciaga mañana en que salí de mi nueva casa para dirigirme a la oficina. Una silueta se recortó delante del sol que asomaba al final de la rampa del garaje, interrumpiéndome el paso. Ya sabes: embrague, acelerador, embrague, acelerador…
Era mi vecino de Pasaje del Saceral nº4. Compartíamos linde, muro de vivienda y por lo visto un problema. Me dio, eso sí, la bienvenida a la comunidad de vecinos y una amistosa advertencia.
—Tengo un gato de angora con dieciocho años. Para mí, como un hijo. He observado que tienes un perro… ¿callejero?.
—Es un Border Terrier —aclaré.
—Hum… bueno… me da miedo que cruce la linde y entre en mi jardín. Ayatollah no es muy rápido y temo por su gracioso pelaje caramelo. Me llevan un dineral en la peluquería.
Le tranquilicé contándole que Hommer era un perro educado en la tolerancia. Luego nos despedimos y yo, por mi parte, encendí el primer cigarro de la mañana. A la mierda los planes del día.
Al día siguiente había borrado de mi memoria el encuentro cuando aquella silueta familiar volvió a taparme el sol a punto de coronar la cima de la rampa. Parece que el día anterior Hommer se había extralimitado en sus funciones de vigilante y se dedicó un buen rato a corretear a Ayatollah, hasta que este se encaramó a un tilo. Los ladridos se habían dejado oír en todo el barrio y mi vecino había conseguido expulsarle con una escoba de jardín. Por lo visto, mi pequeño ninja había luchado a brazo partido intentando conservar su presa. Daba fe de ello el mango de la escoba, ahora con aspecto de cepillo de dientes usado. Me deshice en disculpas, le juré que no volvería a suceder y me encendí el primero de la mañana, postergando un día más mi entrada en el inmaculado mundo de los exfumadores. A la vuelta ajustaría cuentas con Hommer y con mis pulmones.
Aquella misma tarde salí pronto de la oficina y me dirigí a casa antes de que se produjera un nuevo conflicto vecinal. Según parece las correrías de Hommer tenían lugar a la caída del sol, a la misma hora en que los leones inician el ataque de las gacelas. Antes, eso sí, compré un paquete de Marlboro Light en el bar que había frente a la oficina. Al llegar a casa aparqué el coche a unos veinte metros de la puerta, me acerqué sigiloso pensando que quizás podría sorprender a Hommer preparando el asalto, y me asomé por encima de la valla. Todo estaba en orden. Abrí con sigilo la puerta del jardín y me encontré a Hommer de sopetón, con el gato del vecino desvanecido entre sus fauces y una expresión en sus ojos que parecía decir: “Mira lo que tenemos para cenar, colega”.
Me agarré a la barandilla de la escalera que flanqueaba la entrada para no caer al suelo. Después de mirar hacia los lados, abrí la puerta de casa en cuanto mis manos me permitieron casar la llave con la cerradura. Entré, solté el maletín en el suelo y Hommer hizo lo propio con el cadáver del gato mientras jadeaba entusiasmado. Sobre el parquet yacía Ayatollah: Pelo largo color naranja (perdón, caramelo), apelmazado de barro y los ojos sin vida de color verde de un gato de angora muerto. Cogí a Hommer del collar y lo arrastré hacía la cocina mientras lo insultaba a gritos en voz baja. Le cerré la puerta y lo último que vi fue su cara confusa que me miraba como diciendo: “Se juega uno la vida para traer la manduca a casa y así es como se lo pagan”. Encendí un cigarro tras otro durante un buen rato, mientras caminaba enloquecido describiendo círculos por el salón. De pronto vi la luz. Aún estaba a tiempo. Había comenzado a anochecer y es posible que mi vecino no advirtiera la desaparición de su gato hasta dentro de unas horas, o con un poco de suerte al día siguiente.
Cogí al pobre animal que estaba lleno de sangre, barro y césped y lo llevé hasta el baño principal. Descolgué el mando de la ducha y procedí a lavarlo cuidadosamente. Utilice un jabón neutro sin olor para no dejar pistas. Sin parar de lanzar estornudos alérgicos, quité hasta el último rastro de sangre y barro. Lo saqué y lo tumbé encima del felpudo. Encendí el secador de pelo y procedí a peinarlo cuidadosamente. Empleé unos treinta minutos, pero el resultado fue espectacular: estaba precioso. Un hermoso ejemplar de gato de angora muerto. Lo metí en el armario del cuarto de baño, encendí otro cigarro y salí al jardín delantero a fumármelo.
Mientras tanto la noche se había echado encima y, en la casa del vecino, a través de la ventana del salón, se perfilaba su silueta viendo la televisión. Apagué el cigarro contra el suelo y cogí la escalera que utilizaba para alcanzar los libros de los últimos estantes. Abrí el armario del baño, agarré al gato y salí de la casa con la escalera en una mano y el bicho en la otra. Puse la escalera junto al seto, subí los peldaños y una vez arriba, sin pensármelo, me lancé con el gato al otro lado. La hostia fue de órdago, no hacía falta ser traumatólogo para prever una visita al fotógrafo del tobillo derecho; pero, ojo, el gato no sufrió ningún contratiempo, si tenemos en consideración que ya era fiambre. Me dirigí arropado por las sombras de la noche hasta la puerta del vecino y deposité con delicadeza el cadáver sobre el felpudo de la entrada. Cautelosamente volví sobre mis pasos, pero con los nervios no había reparado en que la escalera se encontraba al otro lado y que saltar el seto requería de otras habilidades. Nervioso pensé en encaramarme al muro de entrada, pero entraría en el campo visual del vecino que leía plácidamente su novela de cara a la ventana. Al final del seto había un viejo rosal que trepaba por la valla compitiendo con una hiedra. No estaba seguro de que pudiera aguantar mi peso, pero no me quedaba otra. Me encaramé a oscuras intentando no pincharme con sus aceradas espinas, pero, como siempre sucede con los rosales, las precauciones son inútiles. Una tras otra las espinas se me fueron incrustando en diversas partes del cuerpo mientras mi cuerpo subía y resbalaba a partes iguales.
El ultimo tramo era aún más delicado, porque el tronco del rosal se adelgazaba perdiendo robustez. No sé cómo hice una pirueta apoyando el estómago en el borde de la valla como si fuera un faquir, y conseguí caer dentro de mi jardín al tiempo que me llevaba una docena de espinas de recuerdo. Me desplomé en rarísima postura sobre el tobillo dañado. Tan es así que aún hoy me pregunto si el tobillo me lo rompí a la ida o a la vuelta. Una vez en casa, me sentí como debe sentirse un violador después de enterrar a la víctima producto de su crimen. Me encendí otro cigarro y me aticé un trago de whisky directamente de la botella. A eso de las tres y media, gracias a diez cigarrillos y a unos cuantos whiskys más conseguí pegar ojo. Durante la noche tuve pesadillas en las que aparecía la policía interrogándome acerca del robo de un tigre de bengala en el zoo.
Sonó el despertador a las siete y con una descomunal resaca me duché, me puse el traje, bebí a morro (esto se estaba convirtiendo en una costumbre) de una botella de zumo de piña y caminé cojeando a través del jardín hacia la puerta de entrada del recinto en busca de mi coche aparcado fuera. Abrí la puerta y allí estaba mi vecino esperándome. Me quedé paralizado. En su cara había una extraña mirada perdida, ausente…
—Vecino —me dijo—, tenemos que hablar.
Balbuceé algo parecido a un “…blar”.
— Es muy serio.
—Yo… te puedo explicar…
—Esto no tiene explicación.
Al interrumpirme, vi sus pupilas dilatadas . No quería oírme, era él quien necesitaba ser escuchado.
— Ayer atropellaron a Ayatollah. Por supuesto los muy canallas se dieron a la fuga. Rodrigo, el vecino del numero 8, me lo trajo a casa —aquí le tembló la barbilla— y juntos abrimos una fosa en mi jardín para enterrarlo. Rezamos una pequeña oración juntos y tapamos el agujero, con un tepe de césped. Sin embargo, anoche me pareció oír unos ruidos raros en el jardín. Y cuando salí a comprobar—aquí su voz se estremeció— lo encontré sobre el felpudo de la entrada.
Su ánimo se derrumbó mientras posaba su mano izquierda sobre mi hombro.
—Todo…, todo limpito. Con su precioso pelo caramelo lustroso y brillante como si una mano celestial me lo hubiera devuelto desde el otro lado.
Cuando levantó la cabeza buscando en mí un gesto de comprensión, me encontró con los párpados cerrados. Los abrí lentamente suspirando, metí mi mano en el bolsillo, saqué un paquete de Marlboro y lo tendí hacia él:
—¿Un cigarrillo?
FIN