RELATOS

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Dejar de fumar

 

¿Sabes de esas veces en que te dices hoy es el día ideal para dejar de fumar? Pues esta no lo fue. Y eso que se daban todas las circunstancias para intentarlo. Casa nueva-vida nueva en un chalecito adosado en Pasaje del Saceral nº 2, con un minúsculo jardín en la parte delantera y otro un poco mayor en la parte de atrás; y lo más importante: una alergia de caballo que me impedía respirar en esta época del año y que convertía cada cigarro en una inyección letal. Allí, Hommer, mi fiel Border Terrier, descubría los placeres de la vida fuera de un piso. ¿Que cómo es un Border Terrier? Digamos que para alguien que no entienda mucho de perros es lo más parecido a un chucho. Pelaje duro, tamaño mediano a pequeño y cara de presidiario.

Para mayor interés:

1. “Puffy” en “Algo pasa con Mary“

2. “Toots”, el co-protagonista en “Lassie”.

3. En el regazo del Viejo Monty en “La matanza de Texas”

4. “Toto” en la película de 1985 “El mago de Oz, un mundo fantástico”

Pero, para no salirme del tema, volveré a esa aciaga mañana en que salí de mi nueva casa para dirigirme a la oficina. Una silueta se recortó delante del sol que asomaba al final de la rampa del garaje, interrumpiéndome el paso. Ya sabes: embrague, acelerador, embrague, acelerador…

Era mi vecino de Pasaje del Saceral nº4. Compartíamos linde, muro de vivienda y por lo visto un problema. Me dio, eso sí, la bienvenida a la comunidad de vecinos y una amistosa advertencia.

—Tengo un gato de angora con dieciocho años. Para mí, como un hijo. He observado que tienes un perro… ¿callejero?.

—Es un Border Terrier —aclaré.

—Hum… bueno… me da miedo que cruce la linde y entre en mi jardín. Ayatollah no es muy rápido y temo por su gracioso pelaje caramelo. Me llevan un dineral en la peluquería.

Le tranquilicé contándole que Hommer era un perro educado en la tolerancia. Luego nos despedimos y yo, por mi parte, encendí el primer cigarro de la mañana. A la mierda los planes del día.

Al día siguiente había borrado de mi memoria el encuentro cuando aquella silueta familiar volvió a taparme el sol a punto de coronar la cima de la rampa. Parece que el día anterior Hommer se había extralimitado en sus funciones de vigilante y se dedicó un buen rato a corretear a Ayatollah, hasta que este se encaramó a un tilo. Los ladridos se habían dejado oír en todo el barrio y mi vecino había conseguido expulsarle con una escoba de jardín. Por lo visto, mi pequeño ninja había luchado a brazo partido intentando conservar su presa. Daba fe de ello el mango de la escoba, ahora con aspecto de cepillo de dientes usado. Me deshice en disculpas, le juré que no volvería a suceder y me encendí el primero de la mañana, postergando un día más mi entrada en el inmaculado mundo de los exfumadores. A la vuelta ajustaría cuentas con Hommer y con mis pulmones.

Aquella misma tarde salí pronto de la oficina y me dirigí a casa antes de que se produjera un nuevo conflicto vecinal. Según parece las correrías de Hommer tenían lugar a la caída del sol, a la misma hora en que los leones inician el ataque de las gacelas. Antes, eso sí, compré un paquete de Marlboro Light en el bar que había frente a la oficina. Al llegar a casa aparqué el coche a unos veinte metros de la puerta, me acerqué sigiloso pensando que quizás podría sorprender a Hommer preparando el asalto, y me asomé por encima de la valla. Todo estaba en orden. Abrí con sigilo la puerta del jardín y me encontré a Hommer de sopetón, con el gato del vecino desvanecido entre sus fauces y una expresión en sus ojos que parecía decir: “Mira lo que tenemos para cenar, colega”.

Me agarré a la barandilla de la escalera que flanqueaba la entrada para no caer al suelo. Después de mirar hacia los lados, abrí la puerta de casa en cuanto mis manos me permitieron casar la llave con la cerradura. Entré, solté el maletín en el suelo y Hommer hizo lo propio con el cadáver del gato mientras jadeaba entusiasmado. Sobre el parquet yacía Ayatollah: Pelo largo color naranja (perdón, caramelo), apelmazado de barro y los ojos sin vida de color verde de un gato de angora muerto. Cogí a Hommer del collar y lo arrastré hacía la cocina mientras lo insultaba a gritos en voz baja. Le cerré la puerta y lo último que vi fue su cara confusa que me miraba como diciendo: “Se juega uno la vida para traer la manduca a casa y así es como se lo pagan”. Encendí un cigarro tras otro durante un buen rato, mientras caminaba enloquecido describiendo círculos por el salón. De pronto vi la luz. Aún estaba a tiempo. Había comenzado a anochecer y es posible que mi vecino no advirtiera la desaparición de su gato hasta dentro de unas horas, o con un poco de suerte al día siguiente.

Cogí al pobre animal que estaba lleno de sangre, barro y césped y lo llevé hasta el baño principal. Descolgué el mando de la ducha y procedí a lavarlo cuidadosamente. Utilice un jabón neutro sin olor para no dejar pistas. Sin parar de lanzar estornudos alérgicos, quité hasta el último rastro de sangre y barro. Lo saqué y lo tumbé encima del felpudo. Encendí el secador de pelo y procedí a peinarlo cuidadosamente. Empleé unos treinta minutos, pero el resultado fue espectacular: estaba precioso. Un hermoso ejemplar de gato de angora muerto. Lo metí en el armario del cuarto de baño, encendí otro cigarro y salí al jardín delantero a fumármelo.

Mientras tanto la noche se había echado encima y, en la casa del vecino, a través de la ventana del salón, se perfilaba su silueta viendo la televisión. Apagué el cigarro contra el suelo y cogí la escalera que utilizaba para alcanzar los libros de los últimos estantes. Abrí el armario del baño, agarré al gato y salí de la casa con la escalera en una mano y el bicho en la otra. Puse la escalera junto al seto, subí los peldaños y una vez arriba, sin pensármelo, me lancé con el gato al otro lado. La hostia fue de órdago, no hacía falta ser traumatólogo para prever una visita al fotógrafo del tobillo derecho; pero, ojo, el gato no sufrió ningún contratiempo, si tenemos en consideración que ya era fiambre. Me dirigí arropado por las sombras de la noche hasta la puerta del vecino y deposité con delicadeza el cadáver sobre el felpudo de la entrada. Cautelosamente volví sobre mis pasos, pero con los nervios no había reparado en que la escalera se encontraba al otro lado y que saltar el seto requería de otras habilidades. Nervioso pensé en encaramarme al muro de entrada, pero entraría en el campo visual del vecino que leía plácidamente su novela de cara a la ventana. Al final del seto había un viejo rosal que trepaba por la valla compitiendo con una hiedra. No estaba seguro de que pudiera aguantar mi peso, pero no me quedaba otra. Me encaramé a oscuras intentando no pincharme con sus aceradas espinas, pero, como siempre sucede con los rosales, las precauciones son inútiles. Una tras otra las espinas se me fueron incrustando en diversas partes del cuerpo mientras mi cuerpo subía y resbalaba a partes iguales.

El último tramo era aún más delicado, porque el tronco del rosal se adelgazaba perdiendo robustez. No sé cómo hice una pirueta apoyando el estómago en el borde de la valla como si fuera un faquir, y conseguí caer dentro de mi jardín al tiempo que me llevaba una docena de espinas de recuerdo. Me desplomé en rarísima postura sobre el tobillo dañado. Tan es así que aún hoy me pregunto si el tobillo me lo rompí a la ida o a la vuelta. Una vez en casa, me sentí como debe sentirse un violador después de enterrar a la víctima producto de su crimen. Me encendí otro cigarro y me aticé un trago de whisky directamente de la botella. A eso de las tres y media, gracias a diez cigarrillos y a unos cuantos whiskys más conseguí pegar ojo. Durante la noche tuve pesadillas en las que aparecía la policía interrogándome acerca del robo de un tigre de bengala en el zoo.

Sonó el despertador a las siete y con una descomunal resaca me duché, me puse el traje, bebí a morro (esto se estaba convirtiendo en una costumbre) de una botella de zumo de piña y caminé cojeando a través del jardín hacia la puerta de entrada del recinto en busca de mi coche aparcado fuera. Abrí la puerta y allí estaba mi vecino esperándome. Me quedé paralizado. En su cara había una extraña mirada perdida, ausente…

—Vecino —me dijo—, tenemos que hablar.

Balbuceé algo parecido a un “…blar”.

— Es muy serio.

—Yo… yo te puedo explicar…

—Esto no tiene explicación.

Al interrumpirme, vi sus pupilas dilatadas. No quería oírme, era él quien necesitaba ser escuchado.

— Ayer atropellaron a Ayatollah. Por supuesto los muy canallas se dieron a la fuga. Rodrigo, el vecino del numero 8, me lo trajo a casa —aquí le tembló la barbilla— y juntos abrimos una pequeña fosa en mi jardín para enterrarlo. Rezamos una oración juntos y tapamos el agujero, con un tepe de césped. Sin embargo, anoche me pareció oír unos ruidos raros en el jardín. Y cuando salí a comprobar—aquí su voz se estremeció— lo encontré sobre el felpudo de la entrada.

Su ánimo se derrumbó mientras posaba su mano izquierda sobre mi hombro.

—Todo…, todo limpito. Con su precioso pelo caramelo lustroso y brillante como si una mano celestial me lo hubiera devuelto desde el otro lado.

Cuando levantó la cabeza buscando en mí un gesto de comprensión, me encontró con los párpados cerrados. Los abrí lentamente suspirando, metí mi mano en el bolsillo, saqué un paquete de Marlboro y lo tendí hacia él:

—¿Un cigarrillo?

FIN

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un vaso de gaseosa

Un vaso de gaseosa

Comenzaré por decir que, al contrario de lo que pueda parecer, en Puente-Genil el barrio bajo es el barrio de la gente con posibles; y el barrio alto, el barrio obrero y humilde.

Y en el barrio bajo vivían las Montero, dos hermanas solteronas y muy piadosas que dedicaban sus horas a acudir a todos los oficios y a enseñar a leer, escribir y bordar a niños del pueblo con pocos recursos. En realidad nadie sabía muy bien de qué vivían, porque no cobraban nada a los padres. Las dos beatas habían habilitado en el salón de su casa una pequeña escuela con seis o siete pupitres, y en la sala contigua tenían un pequeño taller de costura donde las niñas aprendían los rudimentos de la aguja. Las Montero adoraban a su único sobrino: José. Este y su mujer Isabel eran una joven pareja que comenzaba a abrirse camino en la vida. Dos días antes se habían mudado precipitadamente desde el barrio alto hasta la casa de ellas, porque había corrido el rumor de que iba a ser bombardeado por los nacionales. Tuvieron el tiempo justo de coger a sus hijas: Conchi, de cuatro años e Isabelita, de cinco meses y correr a casa de las tías de José. Las Montero los recibieron con lágrimas en aquellos días marcados por el miedo. Ambas estaban en la lista negra de los milicianos, porque salían a la calle con los crucifijos colgados del pecho, como si de talismanes o corazas se trataran. Nadie se explicaba como aún no habían recibido un tiro en la cabeza, porque por mucho menos, en aquellos días, aparecían esparcidos por las aceras cadáveres desmadejados y huérfanos que nadie se atrevía a recoger.

Cuando el Frente Popular ganó las elecciones, las Montero, de acuerdo con el párroco de la iglesia de Santiago, habían escondido en su casa una talla de un Niño Jesús. Justo a tiempo, porque dos días después quemaron el interior del templo. Aunque habían sufrido un par de registros, los milicianos no dieron con él, a pesar de que permanecía casi a la vista en un armario de la clase donde se amontonaban muñecas viejas y material escolar. Las Montero decidieron dárselo en custodia a su sobrino José para que lo llevara a su casa del barrio alto, donde vivían los obreros, en su mayor parte afiliados a la UGT y a la CNT, y donde nadie haría registros. Y allá fue a parar, a una alacena que hacía las veces de armario, envuelto en ropa de cama que Isabel guardaba entre membrillos.

Como el bombardeo no llegó a producirse el día fijado, ni tampoco al día siguiente, José e Isabel decidieron volver a su casa para buscar más ropa que la que atropelladamente habían traído puesta dos días antes, y retornar lo antes posible a casa de las Montero, donde pensaban pasar al menos una semana más, ya que habían oído que los nacionales, con el Coronel Castejón al frente, estaban a punto de entrar en Puente Geníl. De ser así, pronto cesarían los bombardeos.

Era un día tórrido y seco de finales de Julio y las tropas rebeldes de África ya ocupaban buena parte de Andalucía. Cerca de las dos de la tarde José, Isabel y la pequeña Conchi atravesaron el umbral de su casa, notando el frescor de sus estancias, que habían permanecido cerradas y con la persianas bajadas. Nada más entrar, Conchi corrió ilusionada a su habitación para jugar con sus muñecas, Isabel se dispuso a preparar lo más rápidamente posible la maleta de ropa y José salió a buscar leche condensada para la pequeña Isabelita que una bodega del barrio dispensaba de estraperlo en la trastienda.

José las dejó solas a las tres en punto de la tarde. Apenas habían transcurrido 15 minutos, y cuando estaba a punto de cerrar la maleta con toda la ropa dentro, Isabel notó que las cuentas de cristal de una lámpara de mesa se agitaban, y un ruido como el ronquido de un animal emergió de alguna parte. En apenas unos segundos surgió el atronador sonido de los pesados motores de los Junkers alemanes. Unos segundos después los silbidos y las explosiones se escuchaban con claridad, primero más lejanas, y enseguida mucho más amenazantes. La niña, al oírlo, se refugió en las faldas de su madre. El terror hizo mella en Isabel y solo se le ocurrió apretujarse con la pequeña Conchi entre el armario y la pared, en un hueco estrecho donde abrazadas no se atrevían ni a abrir la boca, como si los pilotos de los Junkers pudieran oírlas.

Las bombas cayeron alrededor de la casa y las paredes temblaron como si todo fuera a venirse abajo. Isabel y la niña cerraban los ojos con fuerza como si el hecho de no ver el peligro, les fuera a proteger de lo que estaba sucediendo.

Poco a poco el estruendo desapareció y cuando prácticamente los aviones eran un rumor en la lejanía, oyeron los pasos apresurados de José en la escalera comiéndose los peldaños de dos en dos. Las encontró agazapadas en el suelo, en el estrecho hueco entre el armario y la pared. Se abrazó a ellas y sin decir palabra los tres se incorporaron listos para abandonar la casa. Antes de cerrar la puerta, José no pudo evitar pensar en el disgusto que se llevarían sus tías si dejaba la talla de madera a merced de futuros bombardeos, así que volvió a entrar y armó como pudo un hatillo donde la envolvió entre sábanas.

Salieron de casa. José llevaba el hatillo en una mano y con el otro brazo cargaba a la pequeña Conchi; Isabel portaba la maleta. Caminaban lo mas rápido posible para no permanecer mucho tiempo a merced de las patrullas. Cuando llevaban un buen trecho, José se percató de que a Isabel le costaba seguirle el ritmo con la maleta, así que intercambiaron los bultos. Ahora Isabel, con el hatillo, aligeró el paso. Apenas habían recorrido cien metros, cuando tres milicianos desde el fondo de la calle empinada les dieron el alto. Al aproximarse, uno de ellos, el único que iba montado a caballo le pidió a José la documentación, la revisó a conciencia durante unos segundos que se hicieron eternos y se la devolvió.

-¿Qué llevas ahí?—preguntó, señalando la maleta.

– ¿Ahí dónde?- contestó José.

-No me hagas perder la paciencia- dijo el oficial muy tranquilo, soltando las riendas y sacando una petaca con tabaco, como si aquello fuera a ir para rato.

-Nada, es solo ropa.

-Ábrela- ordenó sin mirarle, concentrado en el liado de un cigarrillo.

José la abrió y uno de los milicianos removió la ropa con la punta de la bayoneta.

-Hazlo bien, cojones- dijo autoritario, sin apenas alzar la mirada.

El miliciano soltó el arma en el suelo y se acuclilló para examinarla a conciencia.

-Nada, camarada- contestó al cabo de unos segundos.

-¿Has mirado bien?

-Sí, solo ropa… ¿registro a la mujer?

-Tranquilo. Espera un momento. ¿Adónde vais?- preguntó a José.

-A casa de unos familiares – respondió José-, acaban de bombardear nuestra casa.

El oficial se quedó un momento callado y miró a Isabel, a quién el corazón quería salírsele del pecho. El miliciano de a pie entendió que su jefe quería registrar el hatillo de la mujer y se lo arrancó de la mano. Comenzó a desatar el nudo que ni siquiera estaba muy apretado. El hombre a caballo se llevo el cigarro recién liado a los labios.

-Déjala, si vienen del barrio alto serán de los nuestros- dijo, agarrando las riendas e iniciando la marcha – ¡Salud!

-¡Salud! -respondió José, recogiendo la ropa esparcida y cerrando la maleta, mientras los milicianos retomaban su patrulla calle arriba.

Isabel, que estaba agarrada de la mano de la pequeña, se agachó para coger el hatillo que el miliciano había abandonado en el suelo y al incorporarse se desvaneció; y se hubiera golpeado contra el suelo si José no la hubiera cogido por el regazo. De la casa de al lado, apartando la cortina que daba sombra a la entrada, surgió una mujer .

-Pasad aquí dentro, rápido- dijo, oteando la calle.

Isabel, apoyada en su marido, consiguió llegar hasta el zaguán revestido de azulejos, se sentó en una silla y se llevó la mano a la frente en la que afloraban gotas de sudor, mientras José la abanicaba con su sombrero. Entre tanto, la mujer preparó un sobre de gaseosa que Isabel bebió despacio en aquel día caluroso, y sin mediar muchas más palabras se levantó y le regaló una mirada de agradecimiento a aquella mujer compasiva que los acompañó hasta la puerta. Un simple abrazo y un «gracias» sirvió de despedida. José , Isabel y la pequeña Conchi terminaron de recorrer el caluroso trecho que les separaba de la casa de las Montero.

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Aquella mañana, Antonio Benítez se levantó dolorido. Los camastros que había habilitado el Frente Popular en los despachos del ayuntamiento eran potros de tortura. Como si no hubiera buenos colchones en tantas y tantas casas de ricachones del pueblo como habían intervenido. Después de vestirse pasó más de dos horas repasando con Chacón y su gente de la CNT las listas de monárquicos, conservadores, votantes de la CEDA y falangistas del pueblo. De la mayor parte de ellos habían dado ya buena cuenta. En menos de 15 días había dado paseíllo al menos a 130 personas. Con Benítez no valían ruegos, lloros, regalos, ni corruptelas. Estaba decidido a llevar la revolución hasta el último rincón de la provincia y no iba a permitir que la derechona meapilas cordobesa volviera a hacerse con el control de los enormes latifundios donde se explotaba desde hacía siglos a familias de jornaleros como la suya. Gente trabajadora, de los del «sí, señorito», ya pudiera el señorito estar metiéndole mano a su mujer. Benítez era un afortunado, había estudiado, había salido del pueblo… trabajó en Córdoba en una sastrería durante 5 años y con lo que ganó y con unos ahorros de sus padres se fue pagando la carrera de derecho. Se habían reído mucho de él los jóvenes de buena familia con los que había cursado leyes. Por su vestimenta, por su habla… pero cuanto más se mofaban, más estudiaba para ser como ellos. ¡Mira tú! por el hecho de ser abogado, le habían nombrado teniente.

Después de despachar con Chacón y una vez decididos los próximos registros y sacas que harían durante la noche del jueves, pidió a un cabo que le ensillaran el caballo y salió con dos soldados a patrullar el barrio bajo. En el mes de Julio, cuando la temperatura superaba sobradamente los 40 grados a la hora de comer, muchos vecinos aprovechaban esas horas desiertas para llevar y traer todo aquello que los milicianos no debían ver: ropa, dinero, incluso armas. Los de derechas creía que los milicianos, siendo gente despreciable y sin disciplina, a estas horas estarían comiendo, bebiendo o durmiendo la siesta.

Al doblar la Calle Aguilar y enfilar la calle Hornos, Benítez, desde el caballo, vio a un hombre con una mujer y una niña acarreando una maleta y un hatillo. No hizo falta decir nada, sus soldados sabían que Benitez paraba a todo bicho viviente y dieron el alto.

A estas alturas, Antonio Benítez, con solo mirar el rostro de los detenidos, ya sabía si estos ocultaban algo o no. Le bastó ver la cara de Isabel para comprender que llevaba algo en el hatillo. Además, un hatillo de ropa no inclina el cuerpo de quién lo porta hacia el lado contrario si no lleva algo pesado dentro. Estos pardillos estaban perdidos. Benitez se contrarió un poco porque esa misma mañana había limpiado y engrasado la puro, como llamaban los de uno y otro bando a la pistola Astra 400, y conjeturó con la posibilidad de hacer uso del fusil de alguno de sus soldados para darles matarile ahí mismo. Pero antes había que hacer el papelón.

Antes de registrar la maleta, le pidió la documentación al hombre… José Rodríguez Montero, leyó. Hum… Montero… como las viejas beatas de la escuela para niños a solo unos metros de allí. Las Montero… las santurronas… Hacía días que Chacón, el de la CNT, le presionaba para que las detuviera; esas viejas eran una provocadoras, no solo se les oía rezar el rosario desde la calle, sino que había corrido el rumor de que ocultaban la talla de un Niño Jesús de la iglesia de Santiago. Aunque ningún registro había podido demostrarlo. Chacón, que no era del pueblo, no entendía a que venían tantos remilgos con aquellas dos ancianas.

Antonio Benítez miró a Isabel, convencido de lo que llevaba en el hatillo. Después volvió a mirar a José y lo recordó de crío, con su misma edad, entrando en la clase de Las Montero para saludar a sus tías con un beso, y rememoró la alegría con que estas lo recibían. Se desenterró a si mismo de su memoria, con 6 años, con los dedos pequeños manchados de tinta y la planilla con la letra f mayúscula que tanto le gustaba dibujar y el «muy bien» de Las Montero, al tiempo que anunciaban en voz alta: «fijaos bien, niños, fijaos en lo bien que lo ha hecho Antonio Benitez; algún día será un gran abogado».

Antonio Benítez obligó al miliciano a registrar a conciencia la maleta para que ninguno de los suyos pudiera acusarle de que no encaraba sus obligaciones con el cuidado que requerían. Llevó la farsa hasta el momento decisivo en que uno de sus soldados comenzó a desatar el hatillo de la mujer.

-Déjala, si vienen del barrio alto serán de los nuestros.

FIN

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ellos

Ellos

Hizo falta que mi mujer quedará embarazada cuatro veces. Fue necesario que su cadera dilatara más de cuarenta centímetros y que fueran expulsadas cuatro placentas y quince kilos de criaturas para que el secreto viera la luz.
Sucedió una noche calurosa de julio en un hospital madrileño. Esperábamos nuestro cuarto vástago y el parto se produjo a las nueve y media de la noche. Sobre las once me permitieron acercarme al nido para darle las buenas noches a mi hija Carlota. Una enfermera la señaló con una sonrisa al verme llegar. Allí estaba, de lado, con un gracioso gorrito blanco cubriéndole la cabeza y un pijamita que le ocultaba las manos y que servía, según me explicaron, para que no se arañase la cara. Después volví a la habitación y me recosté en el sillón que habían habilitado para acompañantes. No conseguí conciliar el sueño durante aquella calurosa noche en la que mi mujer dormía agotada en su cama elevada. Una imagen se había enquistado en mi cerebro: la imagen del rostro del bebé de la cuna que estaba pegada a la de mi hija. Juro por lo más sagrado que no era la primera vez que veía a este canalla. Sí, ya sé que todos los bebés se parecen, pero les juro que no hablo por hablar. Este bribón era un viejo conocido.
Las sospechas vienen de largo, comenzaron hace dos años con el nacimiento de mi tercer hijo, Gonzalo. La noche del parto, que fue largo y agotador, me fijé en un bebé que no paraba de llorar en la cunita que había junto a la de mi hijo. Recuerdo que me irritaba pensar que, con ese lloro, no le dejaría pegar ojo en toda la noche. Pero al fijarme un poco más en él, descubrí en su rostro algo familiar. No una, sino dos veces había visto esa marca con anterioridad. Su carita morada e hinchada tenía una pequeña mancha en la frente, junto al ojo izquierdo. No cabía ninguna duda, eran el mismo ser… el mismo granuja. Al igual que esta noche, aquella otra lucía la misma mancha en el rostro y lloraba con la misma desesperación, como si varios metros cúbicos de gases quisieran reventarle los intestinos.
No quise decir nada en el momento y, aunque estaba seguro de mis sospechas habían dejado de ser conjeturas, preferí cerciorarme de que aquello no eran alucinaciones y estaba sucediendo de verdad. Así que volví a la habitación y deje pasar unas horas hasta que los pasillos se silenciaron.
Sobre las tres y media me levanté sin hacer ruido y salí de la habitación. Detrás del mostrador de las enfermeras, en un pequeño cuartito abarrotado de informes, una de ellas hacía sudokus.
Doblé el pasillo y me encontré con la puerta automática de acceso al nido cerrada. Saqué del bolsillo la tarjeta electrónica que las enfermeras dejaban descuidadamente junto al teléfono del mostrador y la deslicé por la ranura. La puerta se abrió emitiendo un ruido parecido al de las puertas de los autobuses o del metro. Ya no me cupo ninguna duda: un claro murmullo de voces procedía del pasillo izquierdo: ásperas, carrasposas, algunas enfadadas, y otras que chistaban como reclamando silencio. Por el momento, no podían verme, ni yo a ellos.
En cuanto asomé la cabeza al doblar la esquina, un insólito espectáculo se desplegó ante mí: cuatro de los bebés jugaban a las cartas; uno de ellos, con voz de bebedor de orujo y un pitillo en la boca, barajaba e insultaba a sus compañeros de juego. Un grupo de cinco niñas, con pulseras conectadas al suero, cotorreaban entre ellas; y la que parecía llevar la voz cantante susurraba maldades acerca de la enfermera gorda de la cuarta planta. Todas mis sospechas se confirmaron al instante… Siempre han estado ahí. Y siempre son los mismos. En este y en otros hospitales. Los bebés del nido son como la figuración de una película. No sé cuántos son, de dónde han salido, ni lo que cobran por su trabajo, pero están ahí, no crecen nunca, y en realidad parecen bastante profesionales.
El bebé de la mancha en la cara, apartado del resto, estaba de guardia cuidando de Carlota, incorporado en su cuna, con la espalda apoyada en una almohadita y leyendo la prensa deportiva. Una vez cerciorado de que mi hija dormía con placidez y estaba en buenas manos me volví a la habitación dispuesto a no contar a nadie lo sucedido.

FIN

 

el-obsolescente-programado

El obsolescente programado

Jueves, 8 de enero de 2014

Ayer conocí a María. Y hoy ella está recostada a mi lado con su redondos hombros suaves y blancos que me producen una increíble ternura. Paso sobre ellos el dorso de mis dedos y noto como el vello de su nuca se eriza suavemente. María dormita a mi lado esta tarde de domingo en que hemos decidido no ir a ninguna parte. En el suelo de la habitación hay una caja de pizza con el cartón manchado de tomate y la televisión está encendida, casi inaudible. ¿Qué más necesitamos? Incluso podríamos estar sin comer durante días mientras nos tuviéramos el uno al otro. Me siento orgulloso de poseer cada centímetro de su piel, cada una de sus miradas, cada respiración de su pecho.

La abrazo desde detrás con suavidad para no despertarla, pero ella enseguida nota mi cuerpo desnudo junto al suyo. Acerco mis labios a su cuello y comienzo a mordisquearlo mientras mi boca captura trozos de su carne como quien sorbe un helado. Ella arquea ligeramente su espalda hacia mí y nuestros cuerpos se acoplan, mis rodillas en sus huecos poplíteos —¡corvas es tan feo para unas piernas tan bonitas!—; hiendo mis muslos en la parte posterior de los suyos, hasta el empeine de mis pies se adapta perfecto a la curva del arco de sus plantas. Es como si desde el inicio de los tiempos hubiéramos sido uno, pero un brujo malvado nos hubiera mantenido separados durante siglos hasta romper el hechizo.

Jueves, 15 de Febrero de 2014

Son las siete y María está a punto de salir del trabajo. Ya no le importa hacerlo antes que su jefe. Como siempre la espera se me ha hecho interminable sentado en el coche con la radio puesta y la mirada fija en la puerta del edificio de acero y cristal. ¿Por qué me secuestran a María durante tantas horas? ¿Es que el mundo no puede girar sin que ella malgaste su vida en esa aburrida oficina a la que me está vetada la entrada? ¿A quién podría hacer daño que me sentara calladito junto a su mesa lacada en blanco, simplemente observándola, mordiéndome los labios para no decirle que la quiero mientras ella ordena sus papeles y teclea con sus largos y delicados dedos que nacen de sus manos níveas. Me fascinan sus muñecas, la parte interna de sus muñecas, donde sus exquisitas venas azules se dibujan bajo la piel y circula por ellas todo el amor que me tiene.

Ahí sale. Baja las escaleras del edificio buscándome con la vista. No siempre aparco en el mismo lugar. De pronto reconoce el coche y se le ilumina una sonrisa, acelera el paso y corre como una niña por un jardín. A mí se me acelera el corazón. Llevamos una semana juntos y cada día es mejor que el anterior. Cuando me besa y arranco el coche es como si comenzara la vida.

Jueves, 8 de Marzo de 2014

Oigo el teléfono sonando desde el ascensor. Saco las llaves, franqueo la entrada y cuelgo el abrigo cuidadosamente en el armario del hall. Me acerco a la cocina. El teléfono ha dejado de sonar.

Abro la nevera. Ayer se acabó el jamón de york y olvidé comprar. Pero queda queso en lonchas y puedo prepararme un sandwich. ¡Ah, no! Aún quedan dos lonchas de jamón en una esquina, escondidos tras un tupper con ensalada. Saco también un bote de mostaza de Dijon, me gusta el sabor peligroso de la mostaza sobre el inofensivo jamón cocido. El teléfono vuelve a reclamar mi atención, es un viejo teléfono antiguo de baquelita color negro que compre en un mercadillo y que suena a un volumen atronador. Unto con cuidado la mostaza, me gusta que cubra todo el pan, pero en una capa finísima para que su potente sabor no arruine el sandwich.

El teléfono no cesa en su intermitente reclamo. Yo termino el sandwich y cojo una Coca Cola de la nevera. Con una mano llevo el plato con el sandwich y con la otra la Coca Cola hacia el sofá mientras se oye un ring tras otro. Cojo el mando a distancia y pongo Discovery Channel. Me gusta Discovery Channel, a esta hora suelen poner un documental sobre astronomía de lo más interesante. ¿Sabes que las interferencias que oyes en la radio son en su mayor parte radiación que emite el planeta Júpiter? El teléfono ha dejado de sonar… ¡qué alivio! Creo que ya no tendré que oírlo durante un buen rato.

Hoy se cumplen dos meses desde que me enamoré de Maria. ¡Siempre dos meses! ¡Ni uno más ni uno menos! ¡Mierda! Se cumplen dos meses y, como si estuviese programado, el amor se esfuma obsolescente.

FIN

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 Si no es por mí no nos vemos nunca

Liberto tenía 52 años y yo 28, pero alguien decidió que podíamos hacer buena pareja en la agencia de publicidad. No fue mal. Duró al menos 3 años. Luego lo echaron al elegante estilo multinacional «gracias por hacernos ganar dinero y que te folle un pez». Después perdimos el contacto. Bueno, no exactamente, la verdad es que nos vimos un par de veces, siempre debido a su insistencia. Liberto me recriminaba: “Si no es por mí, no nos vemos nunca”. Murió al poco tiempo. Un error en el quirófano.

Diez años después, en 1998, mi mujer y yo hicimos un viaje de Madrid a Barcelona en el que estrenábamos nuestro primer GPS. Al caer la noche, en la provincia de Tarragona, el GPS nos obligó a salirnos de la A2: “Gire a la derecha”, “En la rotonda, tome la tercera”. Seguimos sus instrucciones sin rechistar. Acabamos en el cementerio de El Vendrell. Liberto estaba enterrado allí junto a sus padres. Me pareció oír su voz : “Si no es por mí, no nos vemos nunca”

FIN

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