Un vaso de gaseosa

un vaso de gaseosa

Comenzaré por decir que, al contrario de lo que pueda parecer, en Puente-Genil el barrio bajo es el barrio de la gente con posibles; y el barrio alto, el barrio obrero y humilde.

Y en el barrio bajo vivían las Montero, dos hermanas solteronas y muy piadosas que dedicaban sus horas a acudir a todos los oficios y a enseñar a leer, escribir y bordar a niños del pueblo con pocos recursos. En realidad nadie sabía muy bien de qué vivían, porque no cobraban nada a los padres. Las dos beatas habían habilitado en el salón de su casa una pequeña escuela con seis o siete pupitres, y en la sala contigua tenían un pequeño taller de costura donde las niñas aprendían los rudimentos de la aguja. Las Montero adoraban a su único sobrino: José. Este y su mujer Isabel eran una joven pareja que comenzaba a abrirse camino en la vida. Dos días antes se habían mudado precipitadamente desde el barrio alto hasta la casa de ellas, porque había corrido el rumor de que iba a ser bombardeado por los nacionales. Tuvieron el tiempo justo de coger a sus hijas: Conchi, de cuatro años e Isabelita, de cinco meses y correr a casa de las tías de José. Las Monterolos recibieron con lágrimas en aquellos días marcados por el miedo. Ambas estaban en la lista negra de los milicianos, porque salían a la calle con los crucifijos colgados del pecho, como si de talismanes o corazas se trataran. Nadie se explicaba como aún no habían recibido un tiro en la cabeza, porque por mucho menos, en aquellos días, aparecían esparcidos por las aceras cadáveres desmadejados y huérfanos que nadie se atrevía a recoger.

Cuando el Frente Popular ganó las elecciones, las Montero, de acuerdo con el párroco de la iglesia de Santiago, habían escondido en su casa una talla de un Niño Jesús. Justo a tiempo, porque dos días después quemaron el interior del templo. Aunque habían sufrido un par de registros, los milicianos no dieron con él, a pesar de que permanecía casi a la vista en un armario de la clase donde se amontonaban muñecas viejas y material escolar. Las Montero decidieron dárselo en custodia a su sobrino José para que lo llevara a su casa del barrio alto, donde vivían los obreros, en su mayor parte afiliados a la UGT y a la CNT, y donde nadie haría registros. Y allá fue a parar, a una alacena que hacía las veces de armario, envuelto en ropa de cama que Isabel guardaba entre membrillos.

Como el bombardeo no llegó a producirse el día fijado, ni tampoco al día siguiente, José e Isabel decidieron volver a su casa para buscar más ropa que la que atropelladamente habían traído puesta dos días antes, y retornar lo antes posible a casa de las Montero, donde pensaban pasar al menos una semana más, ya que habían oído que los nacionales, con el Coronel Castejón al frente, estaban a punto de entrar en Puente Geníl. De ser así, pronto cesarían los bombardeos.

Era un día tórrido y seco de finales de Julio y las tropas rebeldes de África ya ocupaban buena parte de Andalucía. Cerca de las dos de la tarde José, Isabel y la pequeña Conchi atravesaron el umbral de su casa, notando el frescor de sus estancias, que habían permanecido cerradas y con la persianas bajadas. Nada más entrar, Conchi corrió ilusionada a su habitación para jugar con sus muñecas, Isabel se dispuso a preparar lo más rápidamente posible la maleta de ropa y José salió a buscar leche condensada para la pequeña Isabelita que una bodega del barrio dispensaba de estraperlo en la trastienda.

José las dejó solas a las tres en punto de la tarde. Apenas habían transcurrido 15 minutos, y cuando estaba a punto de cerrar la maleta con toda la ropa dentro, Isabel notó que las cuentas de cristal de una lámpara de mesa se agitaban, y un ruido como el ronquido de un animal emergió de alguna parte. En apenas unos segundos surgió el atronador sonido de los pesados motores de losJunkers alemanes. Unos segundos después los silbidos y las explosiones se escuchaban con claridad, primero más lejanas, y enseguida mucho más amenazantes. La niña, al oírlo, se refugió en las faldas de su madre. El terror hizo mella en Isabel y solo se le ocurrió apretujarse con la pequeña Conchi entre el armario y la pared, en un hueco estrecho donde abrazadas no se atrevían ni a abrir la boca, como si los pilotos de los Junkers pudieran oírlas.

Las bombas cayeron alrededor de la casa y las paredes temblaron como si todo fuera a venirse abajo. Isabel y la niña cerraban los ojos con fuerza como si el hecho de no ver el peligro, les fuera a proteger de lo que estaba sucediendo.

Poco a poco el estruendo desapareció y cuando prácticamente los aviones eran un rumor en la lejanía, oyeron los pasos apresurados de José en la escalera comiéndose los peldaños de dos en dos. Las encontró agazapadas en el suelo, en el estrecho hueco entre el armario y la pared. Se abrazó a ellas y sin decir palabra los tres se incorporaron listos para abandonar la casa. Antes de cerrar la puerta, José no pudo evitar pensar en el disgusto que se llevarían sus tías si dejaba la talla de madera a merced de futuros bombardeos, así que volvió a entrar y armó como pudo un hatillo donde la envolvió entre sábanas.

Salieron de casa. José llevaba el hatillo en una mano y con el otro brazo cargaba a la pequeña Conchi; Isabel portaba la maleta. Caminaban lo mas rápido posible para no permanecer mucho tiempo a merced de las patrullas. Cuando llevaban un buen trecho, José se percató de que a Isabel le costaba seguirle el ritmo con la maleta, así que intercambiaron los bultos. Ahora Isabel, con el hatillo, aligeró el paso. Apenas habían recorrido cien metros, cuando tres milicianos desde el fondo de la calle empinada les dieron el alto. Al aproximarse, uno de ellos, el único que iba montado a caballo le pidió a José la documentación, la revisó a conciencia durante unos segundos que se hicieron eternos y se la devolvió.

-¿Qué llevas ahí?—preguntó, señalando la maleta.

– ¿Ahí dónde?- contestó José.

-No me hagas perder la paciencia- dijo el oficial muy tranquilo, soltando las riendas y sacando una petaca con tabaco, como si aquello fuera a ir para rato.

-Nada, es solo ropa.

-Ábrela- ordenó sin mirarle, concentrado en el liado de un cigarrillo.

José la abrió y uno de los milicianos removió la ropa con la punta de la bayoneta.

-Hazlo bien, cojones- dijo autoritario, sin apenas alzar la mirada.

El miliciano soltó el arma en el suelo y se acuclilló para examinarla a conciencia.

-Nada, camarada- contestó al cabo de unos segundos.

-¿Has mirado bien?

-Sí, solo ropa… ¿registro a la mujer?

-Tranquilo. Espera un momento. ¿Adónde vais?- preguntó a José.

-A casa de unos familiares – respondió José-, acaban de bombardear nuestra casa.

El oficial se quedó un momento callado y miró a Isabel, a quién el corazón quería salírsele del pecho. El miliciano de a pie entendió que su jefe quería registrar el hatillo de la mujer y se lo arrancó de la mano. Comenzó a desatar el nudo que ni siquiera estaba muy apretado. El hombre a caballo se llevo el cigarro recién liado a los labios.

-Déjala, si vienen del barrio alto serán de los nuestros- dijo, agarrando las riendas e iniciando la marcha – ¡Salud!

-¡Salud! -respondió José, recogiendo la ropa esparcida y cerrando la maleta, mientras los milicianos retomaban su patrulla calle arriba.

Isabel, que estaba agarrada de la mano de la pequeña, se agachó para coger el hatillo que el miliciano había abandonado en el suelo y al incorporarse se desvaneció; y se hubiera golpeado contra el suelo si José no la hubiera cogido por el regazo. De la casa de al lado, apartando la cortina que daba sombra a la entrada, surgió una mujer .

-Pasad aquí dentro, rápido- dijo, oteando la calle.

Isabel, apoyada en su marido, consiguió llegar hasta el zaguán revestido de azulejos, se sentó en una silla y se llevó la mano a la frente en la que afloraban gotas de sudor, mientras José la abanicaba con su sombrero. Entre tanto, la mujer preparó un sobre de gaseosa que Isabel bebió despacio en aquel día caluroso, y sin mediar muchas más palabras se levantó y le regaló una mirada de agradecimiento a aquella mujer compasiva que los acompañó hasta la puerta. Un simple abrazo y un “gracias” sirvió de despedida. José , Isabel y la pequeña Conchi terminaron de recorrer el caluroso trecho que les separaba de la casa de las Montero.

——————————————————————-

Aquella mañana, Antonio Benítez se levantó dolorido. Los camastros que había habilitado el Frente Popular en los despachos del ayuntamiento eran potros de tortura. Como si no hubiera buenos colchones en tantas y tantas casas de ricachones del pueblo como habían intervenido. Después de vestirse pasó más de dos horas repasando con Chacón y su gente de la CNT las listas de monárquicos, conservadores, votantes de la CEDA y falangistas del pueblo. De la mayor parte de ellos habían dado ya buena cuenta. En menos de 15 días había dado paseíllo al menos a 130 personas. Con Benítez no valían ruegos, lloros, regalos, ni corruptelas. Estaba decidido a llevar la revolución hasta el último rincón de la provincia y no iba a permitir que la derechona meapilascordobesa volviera a hacerse con el control de los enormes latifundios donde se explotaba desde hacía siglos a familias de jornaleros como la suya. Gente trabajadora, de los del “sí, señorito”, ya pudiera el señorito estar metiéndole mano a su mujer. Benítez era un afortunado, había estudiado, había salido del pueblo… trabajó en Córdoba en una sastrería durante 5 años y con lo que ganó y con unos ahorros de sus padres se fue pagando la carrera de derecho. Se habían reído mucho de él los jóvenes de buena familia con los que había cursado leyes. Por su vestimenta, por su habla… pero cuanto más se mofaban, más estudiaba para ser como ellos. ¡Mira tú! por el hecho de ser abogado, le habían nombrado teniente.

Después de despachar con Chacón y una vez decididos los próximos registros y sacas que harían durante la noche del jueves, pidió a un cabo que le ensillaran el caballo y salió con dos soldados a patrullar el barrio bajo. En el mes de Julio, cuando la temperatura superaba sobradamente los 40 grados a la hora de comer, muchos vecinos aprovechaban esas horas desiertas para llevar y traer todo aquello que los milicianos no debían ver: ropa, dinero, incluso armas. Los de derechas creía que los milicianos, siendo gente despreciable y sin disciplina, a estas horas estarían comiendo, bebiendo o durmiendo la siesta.

Al doblar la Calle Aguilar y enfilar la calle Hornos, Benítez, desde el caballo, vio a un hombre con una mujer y una niña acarreando una maleta y un hatillo. No hizo falta decir nada, sus soldados sabían que Benitez paraba a todo bicho viviente y dieron el alto.

A estas alturas, Antonio Benítez, con solo mirar el rostro de los detenidos, ya sabía si estos ocultaban algo o no. Le bastó ver la cara de Isabel para comprender que llevaba algo en el hatillo. Además, un hatillo de ropa no inclina el cuerpo de quién lo porta hacia el lado contrario si no lleva algo pesado dentro. Estos pardillos estaban perdidos. Benitez se contrarió un poco porque esa misma mañana había limpiado y engrasado la puro, como llamaban los de uno y otro bando a la pistola Astra 400, y conjeturó con la posibilidad de hacer uso del fusil de alguno de sus soldados para darles matarile ahí mismo. Pero antes había que hacer el papelón.

Antes de registrar la maleta, le pidió la documentación al hombre… José Rodríguez Montero, leyó. Hum… Montero… como las viejas beatas de la escuela para niños a solo unos metros de allí. Las Montero… las santurronas… Hacía días que Chacón, el de la CNT, le presionaba para que las detuviera; esas viejas eran una provocadoras, no solo se les oía rezar el rosario desde la calle, sino que había corrido el rumor de que ocultaban la talla de un Niño Jesús de la iglesia de Santiago. Aunque ningún registro había podido demostrarlo. Chacón, que no era del pueblo, no entendía a que venían tantos remilgos con aquellas dos ancianas.

Antonio Benítez miró a Isabel, convencido de lo que llevaba en el hatillo. Después volvió a mirar a José y lo recordó de crío, con su misma edad, entrando en la clase de Las Montero para saludar a sus tías con un beso, y rememoró la alegría con que estas lo recibían. Se desenterró a si mismo de su memoria, con 6 años, con los dedos pequeños manchados de tinta y la planilla con la letra f mayúscula que tanto le gustaba dibujar y el “muy bien” de Las Montero, al tiempo que anunciaban en voz alta: “fijaos bien, niños, fijaos en lo bien que lo ha hecho Antonio Benitez; algún día será un gran abogado”.

Antonio Benítez obligó al miliciano a registrar a conciencia la maleta para que ninguno de los suyos pudiera acusarle de que no encaraba sus obligaciones con el cuidado que requerían. Llevó la farsa hasta el momento decisivo en que uno de sus soldados comenzó a desatar el hatillo de la mujer.

-Déjala, si vienen del barrio alto serán de los nuestros.

FIN

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *